Si quieres puedes, pero hay que querer.

Cuando no duermo y el mundo pesa

Una noche sin dormir, un hijo con ansiedad, un padre que no se rinde. Reflexiono sobre el miedo, el TLP, la lucha y la certeza que me sostiene: para Lobo, sigo siendo el mejor padre del mundo.

TRASTORNO LIMITE PERSONALIDAD

Ignacio Javierre

11/18/20253 min leer

Hay noches en las que no existe el descanso. No es insomnio normal, ni esa sensación de estar “activo” por tonterías. Es otra cosa. Es ese tipo de desvelo que llega cuando tu cabeza no para y tu corazón tampoco. Es estar tumbado y sentir que, si no te levantas a hacer algo, lo que sea, lo que dependa de ti, tu hijo puede seguir sufriendo.

No duermo porque estoy preocupado por Lobo. Así de simple y así de brutal.
Cuando me cuenta que ha pasado el peor fin de semana de su vida con nueve años, se me cae el mundo encima. Cuando veo que vuelve de la casa de su madre más triste, más tenso, más pequeño, me entra un miedo que traspasa todo: miedo a que le hagan daño, miedo a que crezca creyendo cosas que no son, miedo a que pague él los platos rotos de decisiones que no son suyas.

Ayer, en la secretaría del colegio, le dio otro ataque de ansiedad. Uno de esos que te dejan claro que un niño puede aguantar mucho… hasta que su cuerpo dice basta. Verlo así te atraviesa entero. Ahí no hay TLP, ni diagnósticos, ni historias: solo hay un padre viendo a su hijo sufrir.

Y en esas noches en las que él duerme y yo no, me pongo delante del ordenador hasta las cuatro de la mañana, construyendo una web, buscando leyes, pidiendo informes, organizando documentos, pensando planes. No puedo simplemente meterme en la cama y mirar al techo. Si no hago nada, la cabeza me lleva a sitios demasiado oscuros. Trabajar, crear, ordenar… es como sujetar una cuerda para no caerme.

Mi psicólogo, el de más de tres años conmigo, me lo ha dicho claro hoy:
que no puedo seguir haciendo estas “locuras” de pasarme veinte horas sin comer, sin ducharme, sin levantarme, creando una web desde cero. Que eso no es autocuidado. Y sí, tiene razón. Él siempre tiene razón.

Pero también hay algo que él no entiende del todo:
precisamente porque no puedo evitar hacer estas cosas, sé que puedo ayudar a otras personas.
Sé qué se siente cuando tu cabeza te arrastra. Sé lo que es no dormir, no parar, no tener espacio interno. Sé lo que es luchar contra impulsos, contra tristeza, contra miedo. Y sé que, aun así, se puede seguir adelante. Que uno puede aprender a sostenerse incluso cuando está cansado de sí mismo.

A veces dudo. Claro que dudo.
Dudo de si estoy haciendo las cosas bien, de si lo que arrastro afecta a Lobo.
Y justo cuando la duda asoma, vuelvo a mi pensamiento ancla, al único que me calma:

Los padres de los amigos de Lobo confían en mí.
Conocen mi historia. Saben mi diagnóstico. Lo saben todo.
Y aun así, sus hijos vienen a casa, se quedan a dormir, pasan tardes enteras conmigo. Me los dejan porque se sienten seguros. Porque ven cómo cuido a Lobo, cómo lo protejo, cómo lo escucho. Esa confianza no te la da nadie por pena. Esa confianza se gana con hechos.

Y luego está la frase que me mata, me cura y me levanta en un solo golpe:
la que me repite Lobo una y otra vez, sin dobleces, sin filtros, sin dudas:

“Papá, tú eres el mejor padre del mundo.”

Quizá no lo sea.
Pero soy el suyo.
Soy el que está.
Soy el que no se rinde por nada ni por nadie.
Soy el que lucha incluso cuando mis propios síntomas me aprietan el cuello.
Y si él, con sus nueve años, lo siente así… si él ve en mí seguridad, amor y hogar…

Entonces cada noche en vela vale la pena.
Cada pelea interna.
Cada lágrima escondida en el baño.
Cada madrugada construyendo algo que me dé fuerzas para seguir adelante.

Porque al final, todo esto, todo lo que hago, todo lo que peleo, tiene un nombre.
Y ese nombre es Lobo.