Si quieres puedes, pero hay que querer.

El despertar
Cuando dejas de huir y comienzas a sanar desde el alma
Me detuve porque ya no podía sostenerme.
Y en esa caída silenciosa entendí que ahí empezaba mi camino.
Hubo un momento en el que dejé de huir y empecé a mirarme de frente. No fue una epifanía bonita ni un rayo divino. Fue cansancio. Cansancio del cuerpo, de la mente, de años de sostener una vida que por fuera parecía estable y por dentro se desmoronaba. Ese cansancio solo aparece cuando ya no queda nada más que romper.
Hasta entonces vivía a base de velocidad: trabajar, cumplir, tapar, aguantar, huir. Una montaña rusa constante para no escuchar lo que llevaba dentro desde adolescente. Lo disfrazaba con impulsos, ruido, adicciones, relaciones imposibles y un sentido del deber que me mantenía a flote por fuera mientras por dentro me iba deshaciendo.
Cuando dejé de consumir, se quedaron solo él y yo: ese ruido emocional que llevaba toda la vida arrastrando. Ahí entendí algo que siempre había estado delante de mis narices y que nunca quise mirar… que aquello tenía un nombre. Y que tenía una explicación.
El diagnóstico de TLP no fue un golpe. Fue un espejo.
Un espejo que de repente ordena toda tu vida y te dice: “No estabas loco, estabas herido.”
Mis emociones extremas.
Mi vacío.
Mi miedo al abandono.
Mi impulsividad.
Mis hundimientos.
Mis subidas sin sentido.
Mis relaciones imposibles.
Mis huidas.
Todo encajaba, no como un fallo de carácter, sino como un trastorno real que había condicionado mi vida desde la adolescencia.
Y cuando por fin lo supe, sentí una mezcla extraña: alivio por entenderme y vértigo por pensar: “¿Y ahora qué? ¿Y Lobo? ¿Y si no puedo con esto? ¿Y si no soy capaz de cuidarlo como necesita?”
Se lo conté también a mi hermana mayor.
Se quedó callada dos segundos, y me soltó:
“Pues si ya sabía yo que a ti te pasaba algo…”
Y mira… dolió.
No porque lo dijera con maldad, sino porque encerraba la verdad de toda una vida:
que siempre había sido un “algo”.
Un misterio emocional que nadie entendía, un dolor silencioso que nadie sabía nombrar.
No era que estuviera “mal”, es que estaba solo con algo que no se veía.
El primer sitio al que fui fue a hablar con Lorena, la enfermera de salud mental. Iba roto, llorando sin poder parar. Ella me dijo algo que nunca olvidaré:
que llevaba dos años en tratamiento sin saberlo, que mis avances eran reales, que no era un peligro para mi hijo, sino justo lo contrario.
Que mi dedicación, mi constancia y la forma en que cuidaba a Lobo eran la prueba de que estaba luchando por dentro todos los días.
Que el TLP no era una condena, sino una explicación… y una oportunidad.
A partir de ahí empezó el despertar de verdad.
No el diagnóstico, sino la reconstrucción.
Fue terapia semanal sin fallar.
Fue psiquiatría una y otra vez, afinando mi medicación.
Fueron más de cien sesiones de grupo, hablando, sosteniendo, dejando que me sostuvieran.
Fueron horas leyendo estudios y libros para entender lo que llevaba dentro.
Fue aprender a respirar cuando la ansiedad me cerraba el pecho.
Fue aprender a parar cuando mi cabeza quería empujarme hacia un abismo emocional.
Fue aprender a querer sin huir y a mirarme sin romperme.
El despertar también implicó volver atrás, a mi infancia, a mis vínculos, a mis patrones, a esa forma de querer que tantas veces repetí sin entenderla.
Y sí, dolió.
Doler no significa fracasar: significa que por fin estás tocando lo que siempre evitaste.
Y en medio de todo ese proceso, hubo un faro que nunca se apagó: Lobo.
Mientras yo renacía, él crecía.
Y yo sabía que necesitaba un padre presente, firme, estable.
No perfecto, no impecable, no heroico… real.
Necesitaba que lo quisiera sin condiciones, sin desaparecer, sin repetir historias que yo mismo había sufrido.
Necesitaba un padre que se cae y se levanta, que lucha aunque tiemble, que no se rinde porque sabe que hay unos ojos mirándolo y aprendiendo.
El despertar fue eso:
aceptar ayuda aunque doliera,
rendir el orgullo,
entender que no podía solo,
y descubrir que lo que me pasaba tenía nombre, tratamiento y herramientas.
Que no era un monstruo.
Que no estaba roto sin arreglo.
Que podía vivir.
Y que Lobo merecía el ejemplo de alguien que decide reconstruirse.
Hoy sé que el despertar no es un día, es un camino.
Una forma nueva y honesta de caminar.
Una vida no perfecta, no fácil, pero mía.
Una vida que quiero vivir…
y que mi hijo merece heredar.


Aviso importante: La información de esta web es divulgativa y no sustituye atención médica, psicológica o psiquiátrica.
En caso de urgencia o crisis emocional, contacta con los servicios sanitarios correspondientes. 📞 112 📧 ayuda@vivircontlp.com
