Si quieres puedes, pero hay que querer.
Mi historia
Una vida de huidas, supervivencia y reconstrucción
Mi vida antes del diagnóstico: 35 años sin saber volver a casa.
Infancia entre bares:
Pasé buena parte de mi infancia sentado en taburetes de bares, esperando a que mis padres terminaran de satisfacer sus necesidades alcohólicas. Era un mundo de humo, voces altas, ruido y adultos que dejaban de ser adultos.
Para cualquier niño, un lugar impropio.
Para mí, la rutina.
Mientras otros niños jugaban, yo aprendí a esperar.
A no molestar.
A adaptarme al estado de ánimo con el que mis padres salieran del bar.
Aprendí a medir el ambiente como quien aprende a sobrevivir en territorio inestable.
No sabía explicarlo, pero entendía que no estaba a salvo.
Ese tipo de infancia deja huellas profundas, silenciosas, que moldean la forma de sentir mucho antes de que uno pueda ponerle nombre.
El amor que se retiraba cuando más lo necesitaba:
En casa, el afecto era intermitente.
Podía estar, pero también podía desaparecer sin aviso.
Había cariño, sí, pero condicionado a que yo no doliera, no pidiera, no necesitara.
Cuando algo se torcía, el alcohol ocupaba su lugar.
Crecí aprendiendo que la estabilidad dependía del humor del día.
Que la seguridad nunca estaba garantizada.
Que si mostraba fragilidad, probablemente no habría nadie para sostenerla.
Y ese modelo se me quedó grabado.
Me enseñó a amar a medias, a protegerme de todos, a huir cuando algo se volvía demasiado real.
No por falta de corazón, sino por miedo a que, si mostraba lo que llevaba dentro, me abandonaran.
Adolescencia y juventud: la larga huida:
Desde los 15 hasta los 50 viví intentando escapar de mí mismo.
El alcohol y el cannabis se volvieron compañía diaria.
Luego llegaron etapas de otras sustancias, impulsos descontrolados, relaciones caóticas, excesos envueltos en una sensación de vacío que no sabía gestionar.
Viajé, cambié de país, de idioma, de trabajos, de gente, de cama…
pero yo era siempre el mismo.
Era movimiento constante sin dirección, una huida que solo cambiaba de escenario.
Nunca lograba asentarme.
Nunca permitía que nadie me viera de verdad.
Siempre desaparecía antes de sentirme expuesto.
Era la única forma que conocía de no repetir el abandono aprendido.
Intentos autolíticos: una sombra que estuvo conmigo desde los 14:
Los intentos autolíticos formaron parte de mi vida desde los 14 años.
No eran un gesto teatral ni un intento de llamar la atención.
Eran la salida desesperada de un adolescente que no sabía lo que le pasaba, que vivía en un entorno caótico y que no tenía herramientas para gestionar el dolor.
Durante años, la idea de desaparecer no sonaba dramática.
Sonaba lógica.
Como si yo sobrara.
Ese patrón me acompañó en distintas etapas de mi vida adulta.
La mezcla de vacío emocional, inestabilidad interna y falta de herramientas hacía que, en los peores momentos, mi mente me ofreciera siempre la misma salida:
“Puedes dejar de sentir si dejas de existir”.
Cuando recibí el diagnóstico de Trastorno Límite de la Personalidad entendí, por primera vez, que aquello no era un fallo moral, ni una debilidad, ni un capricho oscuro.
Era un síntoma.
Una consecuencia directa de una infancia inestable, de un sistema emocional saturado, de años de dolor acumulado sin nombre.
A partir de ahí empezó un trabajo profundo:
hablarlo en terapia, crear un plan de seguridad, aprender a pedir ayuda, y empezar a creer que mi vida valía más de lo que yo sentía.
La autodestrucción y la falta de miedo a morir:
Durante mucho tiempo viví con una sensación extraña de no tener miedo a morir.
A veces incluso parecía una especie de tranquilidad absurda.
Con los años entendí que esa falta de miedo era la consecuencia directa de haber crecido en modo supervivencia, sin raíces seguras, sin afecto estable, sin una base emocional firme.
No era valentía.
Era agotamiento.
Era una forma de escape.
Era el eco de un niño que nunca se sintió protegido.
El fondo real: vivir o morir:
Hace tres años y medio llegué a un límite muy claro.
No fue un susto.
No fue “mañana lo dejo”.
Fue un cruce de caminos donde solo quedaban dos opciones:
Vivir o morir.
Elegí vivir.
Y esa decisión marcó el inicio real de mi recuperación.
Mi hijo Lobo: romper la historia que me había perseguido toda la vida:
Cuando llegó Lobo, mi vida dio un giro silencioso pero definitivo.
Él necesitaba justo lo contrario de lo que yo recibí de niño:
un amor que no desaparece,
una presencia estable,
un adulto que se queda incluso en los días malos,
alguien que no elige la huida, ni el alcohol, ni la distancia emocional.
Por primera vez entendí que había alguien que solo me tenía a mí emocionalmente.
Alguien que necesitaba que yo me quedara, incluso cuando yo mismo estaba roto.
Alguien que no podía pagar mis heridas ni mis patrones aprendidos.
No podía amarlo a medias, como había amado a tantas personas en mi vida.
No podía repetir la historia.
No podía desaparecer.
No podía huir.
Y no lo hice.
Lobo necesitaba un amor incondicional, presente, firme.
Y yo decidí dárselo incluso antes de saber dármelo a mí mismo.
Lo que cambió para siempre:
Con él aprendí algo que nadie me enseñó de niño:
que amar de verdad no es no caerse,
es no desaparecer.
Es quedarse.
Es sostener.
Es romper patrones que parecían tatuados en la piel.
Es elegir la vida una y otra vez, aunque duela.
Lobo fue y es mi punto de giro.
Mi motor.
La razón por la que dejé de huir y empecé a reconstruirme.
La prueba de que sí se puede romper una historia llena de dolor y escribir otra distinta.
Por él elegí vivir.
Por él sigo aquí.
Y por él lucho cada día.




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